En memoria de Oscar
Varela (Nov.1942-Nov.2007)
Al promediar la siesta en el antiguo bar el Águila, en una esquina céntrica de la ciudad de Santa Rosa, un hombre de cabello blanco habitualmente ocupaba una mesa al lado del ventanal bien lejos de los rincones sombríos. Ponía sus ojos fijos en la calle como si memorizara lo que veía o estuviera en otro mundo.Nosotros que estábamos en la secundaria, también
teníamos nuestras costumbres en ese bar, nos encontrábamos a charlar, a reírnos
de algo o de alguien y de tanto en tanto a programar alguna aventura. Siempre
teníamos temas de charla, sin embargo nuestras expectativas a esa hora estaban
puestas en ese señor solitario al lado de la ventana, que hablaba poco, pero
que cuando lo hacía contaba historias inquietantes sobre situaciones y lugares
improbables.
Las narraciones de “don Norberto”, eran básicamente
entretenidas pero también tenían la capacidad de hacernos pensar e imaginar más
que un comic o una película. De todos sus relatos, recuerdo especialmente la
extraña sensación que me produjo el que contaba cómo el hombre tuvo que
subsistir y emerger en un mundo prehistórico dominado por ogros.
Lo relató un día de esos que no daba para
planificar ir a ningún sitio. La tarde pampeana estaba más fría y ventosa que
de costumbre. Don Norberto giró hacia nosotros que nos aburríamos en una mesa
cercana y como si continuara una charla recién suspendida nos dijo:
—Los libros
con los que ustedes estudian no hablan de eso porque fue previo a la historia
escrita, pero existió una época en que los ogros eran los seres más poderosos
de la tierra, los dueños absolutos de todo verde, azul, aire y arena.
Recuerdo que me llamó la atención eso de aire y arena, ¿era una alusión a nuestro
típico clima ventoso? No lo aclaró, pero si luego explicó que los ogros
disponían de todo con tranquilidad porque habían logrado el exterminio, o al
menos la dominación, de toda competencia. No sé qué tan fiel será mi memoria; pero lo que
narró a continuación fue aproximadamente lo que escribo:
—Mientras, los ogros caminaban en praderas generosas en vegetación y
chapoteaban en lagos y arroyos para refrescar
sus cuerpos con placer; el resto de los
animales, salvo los monos, estaban confinados en los terrenos más áridos, en
las alturas más frías o en cercados sólidamente construidos, dentro de los
cuales mal alimentados iban matándose unos a otros por la supervivencia.
Me llamó la atención esa salvedad respecto de los
monos, pero la dilucidó rápidamente:
—No necesitaron eliminar o confinar a los monos porque los habían domesticado. Ágiles, trepaban a vigilar distancias y juntar frutos y se deslizaban tras los cercados para prevenir conspiraciones. Competían con ferocidad para mostrar quién cumplía mejor las tareas. Los ganadores obtenían algún fugaz roce con el cuerpo de los amos —máxima experiencia sagrada que inflamaba su sexualidad por días—. Los perdedores eran expulsados a zonas inhóspitas.
—No necesitaron eliminar o confinar a los monos porque los habían domesticado. Ágiles, trepaban a vigilar distancias y juntar frutos y se deslizaban tras los cercados para prevenir conspiraciones. Competían con ferocidad para mostrar quién cumplía mejor las tareas. Los ganadores obtenían algún fugaz roce con el cuerpo de los amos —máxima experiencia sagrada que inflamaba su sexualidad por días—. Los perdedores eran expulsados a zonas inhóspitas.
En una pausa y como adivinando nuestra incógnita
respecto a que papel jugábamos en esa época, agregó:
—Los humanos eran aún pocos y débiles comparados a la tremenda fuerza de los ogros, por eso en esa época se sobrevivía en cuevas de estrecha entrada bajo tierra; lugar que los monos temían y adonde los ogros no podían acceder. Se alimentaban básicamente de raíces y en numerosas ocasiones, de noche, recorrían la superficie; práctica peligrosa pero que dio un gran conocimiento de la situación en la que se estaba. Lo que la naturaleza había mezquinado en masa muscular lo había dado en inteligencia. Y fue ese talento el principio del fin del imperio de los ogros, ya que no existe poder acumulado, engaño o fuerza bruta que pueda detener una inteligencia mayor. Por eso, fue sólo cuestión de tiempo.
—Los humanos eran aún pocos y débiles comparados a la tremenda fuerza de los ogros, por eso en esa época se sobrevivía en cuevas de estrecha entrada bajo tierra; lugar que los monos temían y adonde los ogros no podían acceder. Se alimentaban básicamente de raíces y en numerosas ocasiones, de noche, recorrían la superficie; práctica peligrosa pero que dio un gran conocimiento de la situación en la que se estaba. Lo que la naturaleza había mezquinado en masa muscular lo había dado en inteligencia. Y fue ese talento el principio del fin del imperio de los ogros, ya que no existe poder acumulado, engaño o fuerza bruta que pueda detener una inteligencia mayor. Por eso, fue sólo cuestión de tiempo.
Aunque algunos humanos fueron capturados, nunca pudieron ser
domesticados. Ese fracaso enseñó al resto que había algo peligroso para los
amos en esa resistencia. Cuando advirtieron que los ogros no podían
doblegarlos, perdieron el respeto a su poder. La imaginación y el trabajo
coordinado hicieron el resto: fue definitivo perder y hacerles perder la
certeza de ser los más poderosos. Junto a esa progresiva pérdida, su poder se
desplomó junto a la creencia.
Los monos, si bien su vida en la actualidad se ha
tornado menos penosa, aún siguen en la búsqueda de a quien agradar o robar para
acomodarse y asegurar su supervivencia.
Yo nunca le creí del todo a don Norberto, pero esa
historia en aquella siesta fría y ventosa, me llenó de intriga y no sé por qué,
de esperanza. Tal vez nos contaba todo eso como una manera de decir que
debíamos estudiar y capacitarnos sin tomar lo aprendido como verdad
indiscutida, sin razonar, sin confrontarlo con la realidad. No lo sé. Hoy no
hay ogros, pero hay algunos humanos poderosos que, ¡tienen todo!, desde los
títulos de propiedad de la tierra hasta los satélites que atraviesan los
techos. ¿Dónde habría alguna reserva de inteligencia para dejarlos sin su
poder?
