Para favorecer la obediencia y erradicar el ejercicio de la reflexión y la creatividad, hace poco más de treinta años, comenzó la recopilación de respuestas consideradas adecuadas a cada circunstancia. En un principio el gran pull de companys, tomó leyes de países que hasta comienzos del siglo XXI eran considerados desarrollados. Adicionaron algunos preceptos religiosos afines y principalmente, mucho material de opinión proveniente de entrevistas a empresarios y ciudadanos calificados.
El material se ordenó en una gigantesca base de datos que llamaron “el código” a la cual la sociedad pudiera consultar como quien lo hace con un diccionario o un especialista médico ante una afectación de salud. De ese modo y con fácil acceso, cada uno puede encontrar hasta ejemplos de la conducta más eficiente frente a un problema de trabajo, de vecinos, de familia y de un sinfín de situaciones.
A poco de estar en marcha, agregaron un seguimiento estadístico. A partir del mismo, los especialistas pudieron comprobar que el crimen y los diferentes atentados a la propiedad, no tenían como protagonistas a quienes eran asiduos a consultar la guía de respuestas. Esas personas, además, eran los mejores calificados para la demanda laboral y nunca estaban involucrados en cuestionamientos o desórdenes. Según la encuesta de satisfacción, las respuestas parecían resultarles siempre suficientes; aún aquellos casos en que algunas deficiencias en el sistema hubieran justificado la puesta a revisión.
Sin lugar a dudas, esta vez las usinas de pensamiento tenían en sus manos la respuesta a tantos históricos desvelos para lograr un control social realmente eficiente.
La tarea para consolidar la herramienta, era relativamente fácil: terminar de masificarla y encontrar una forma aceptable para la opinión pública, de inocuizar el sobrante de díscolos y malos ejemplos. Muy rápido, se concluyó que lo mejor iba a ser dar a esa gente toda la libertad de pensamiento y de decisión que querían, solo que en un ámbito separado. Así se consolidó la idea de los guetos, muchas veces ya explorada en la historia.
Algunos supimos de entrada que Marianito iba a tener una vida difícil; pero como era un niño encantador, el personal de vigilancia y la propia vecindad que suele ser aún más impiadosa si se trata de juzgar a otros, no lo tuvo en la mira. Pero, era evidente que no encajaba en la normalidad. Sus relatos desinhibidos, sus sueños expuestos al desnudo, su crítica y falta de prevención con eso que podía meterlo en problemas, vaticinaba un futuro complicado.
Si bien tenía mucho en común con cualquier otro chico de su edad, su capacidad de análisis y creatividad lo hicieron diferente. Recostado en la sombra, con sus rodillas sucias después de un buen partido de futbol, desenrollaba su fantasía y con ella un mundo que todos sus amigos querían habitar. Era extraordinario escuchar su razonamiento en situaciones nuevas o frente a problemas poco habituales. Aún en las situaciones comunes y los problemas más conocidos, parecía tener su propia base de datos llena de respuestas ingeniosas y simples.
Pese a la existencia de Marianito y probablemente de muchos otros que desconozco, “el código” se perfeccionó en pocos años. Gracias a cada vez más complejos algoritmos y al desarrollo de nuevas tecnologías, las respuestas adecuadas podían ser previstas y dictadas con anticipación y en forma automática. Junto a ese avance, las leyes tradicionales, minuciosas y severas, penaron cada vez más reflexionar y crear. Obviamente con la excusa de considerarlo riesgoso para el orden y seguridad de todos.
Los medios ocultaron las numerosas consecuencias sicológicas o físicas de la mutilación y la vecindad mayoritariamente accedió convencida de sus bondades. La comodidad de respuestas a demanda y el resguardo que eso otorgaba frente a eventuales errores ocasionados por quedar librados a la propia impronta; hicieron que “el código” se considerara indispensable.
La tranquilidad en las calles alimentó la conformidad pese a que trascendieron algunos suicidios por depresión y algo se sabía de los mini estados guetos creados para los díscolos. El apoyo fue homogéneo. Con masividad se optó por el estilo de vida fácil y previsible que se propuso. Su ejecución había avanzado tan de tramo en tramo, tan de convencimiento en convencimiento, que casi nadie pudo advertir la tremenda manipulación.
Marianito llegó a los diez años con la suerte de no toparse con mayores medidas disciplinarias; pero a esa edad y ante la inminencia de iniciar una nueva etapa vital, el entorno de familiares y vecinos —excepto los demás niños— comenzó a ver su conducta como un problema incompatible con la cercana madurez y sobre todo un mal ejemplo. Por eso sus padres, alentados por el entorno, recurrieron al gabinete de socialización con la esperanza de que los especialistas tuvieran soluciones para su preocupante atipicidad.
Ya han pasado muchos años desde la creación de “el código” y a esta altura la propia idea, salvo medicables brotes, está prácticamente atrofiada. Ya nadie necesita dudar, contactar con sus sueños ni construirse un sentido en la vida. Hasta los inmensamente populares programas de preguntas y respuestas de las redes audiovisuales se han adaptado al cambio, dando como válidas solo respuestas textuales de la base de datos. El público compite desde su casa y se desata una verdadera carrera de memorización de las respuestas codificadas en el nuevo catecismo social.
Al inicio, fueron numerosos los trascendidos que indicaron la preocupación de los especialistas por dotar a “el código” de cierta mística. Algo que permitiera inculcarla más por creencia que por evidencia. Hubo una gran consulta con predicadores expertos en ese tipo de construcción comunicacional; pero claro, coherentes con su histórica forma de pensar, los especialistas no hicieron explícitos sus objetivos reales. Se montó un credo sin serlo en términos formales.
La opinión pública, desde la aparición de los diarios oficiales para desplazar los libelos revolucionarios del siglo XIX, fue conducida hacia determinadas opiniones. Eso que en algún tiempo comenzó a llamarse sentido común, hoy es más común que nunca.
Se ha publicitado consultar y seguir en “el código” desde la necesidad más exigente hasta el cómo vestir en un evento, o dar un correcto obsequio de cumpleaños. Los test de aptitudes y las respuestas codificadas prometen resolver con la mayor eficacia cualquier vacío existencial o vocacional. Y si los métodos encuentran alguna naturaleza severamente incompatible, los guetos ofrecen la solución definitiva.
Marianito resultó un hueso duro de roer para el gabinete de socialización, no encontraron forma de parar su cuerda propia que no fuera parcialmente a través de sicofármacos. Hasta uno de los profesionales —dicen— cayó bajo la influencia de su potente razonamiento. Por lo poco y nada que se sabe, se sospecha que el diagnóstico no se hizo esperar. Nunca regresó con sus padres. Seguramente lo remitieron a un correccional más severo o directamente a un gueto.
Fue la última vez que familia y ajenos supimos algo de él. “El código” es muy claro en estos casos. Ante el encuentro de naturalezas desacopladas, prescribe denunciarlas a las autoridades o bien, como en esta oportunidad, acudir al gabinete y desentenderse del problema. Si como respuesta los especialistas disponen un tratamiento más severo, lo comunican por privado a los interesados. Obviamente, no para buscar su acuerdo, sino para que pongan en marcha la etapa del olvido terapéutico. Esta instancia de proscripción, además de prohibir nombrarlo directa o indirectamente, obliga a quitar de los lugares en donde hubiera estado, toda señal que pudiera habilitar su recuerdo.
En mi caso, como siempre he sido solitario y me he dedicado a cuidar enfermos; dada mi profesión, cierta creatividad frente a cuadros de salud delicados o difíciles, se considera una respuesta permitida. Por eso y como por fortuna no nací con dos cabezas, la poca imaginación que se permite en mi trabajo también me acompaña en el resto de las actividades —privadas obviamente— ya que no deseo que me desaparezcan.
Es un mundo difícil el de hoy. Difícil sobre todo, cuando tantos parecen olvidar la existencia de “el código” y se adjudican las respuestas como propias y defienden con orgullo lo que consideran su propio pensamiento y original parecer. A veces me detengo a reflexionar sobre algunas afirmaciones que escucho y ciertamente se hace difícil entender y aceptar los retorcimientos de la evolución. Pero no todo es automatismo, hay muchos que si bien han dejado de reflexionar, aún piensan y sienten por sí mismos y eso se detecta.
Últimamente por los pasillos del centro de salud escuché algunos relatos que me llenan de esperanza. Médicos que trasladaron hace poco de otra zona, han dado a entender que en algunos guetos han logrado vulnerar el aislamiento y organizar la rebelión. Por supuesto, mi corazón brinca al pensar que quizás alguno de esos desobedientes sea Marianito.