Esta nota fue publicada originalmente en S6IS La Revista de Caballito, sección cultura.
Un domingo a mediados de 1982 conocí a quienes
convocados por la música no hacía mucho habían comenzado a juntarse en Parque Rivadavia. Después de probar citas en distintos lugares de Capital y
de Gran Buenos Aires, algunas concluidas precipitadamente con los melómanos en
un camión rumbo a la comisaría, Caballito había resultado ser el único lugar dispuesto
a flexibilizar algo del impoluto orden cuartelario en el que venía disciplinada
la sociedad argentina y hacer espacio para alguna disonancia.
Los encuentros junto al paredón del Colegio Normal 4 parecían más una
exhibición de trofeos que un lugar de trueque -pero sin embargo ocurría- casi
imperceptible para los recién llegados como era mi caso. Se veían grupos y títulos
increíbles para quienes habíamos crecido oyendo los programas de “Fito Salinas”,
“Modart en la noche”, “el Tren Fantasma” o leyendo la revista “Pelo”. Discos
que no se encontraban fácilmente en Buenos Aires y en ningún otro lugar del
país: alguno de los cuatro primeros de Frank Zappa, Electric Ladyland de
Hendrix, Crimson, Jethro, Pink Floyd, Yes, Emerson, Lake & Palmer, Gentle
Giant, etc; pero también estaban los discos no menos “raros” para la época, de
Manal, Almendra, Vox Dei, Crucis, Sui Géneris y otros grupos nacionales.
La movida de rock local era un tema importante en los encuentros. Se
hablaba bastante de conciertos locales, de grupos nuevos que aparecían y de previos
que se multiplicaban en nuevas formaciones. Eso estaba creciendo y en Caballito
se lo impulsaba con fuerza. Crecía en imágenes y en charlas entusiasmadas de
regreso a casa bajo la sombra de las acacias de Ambrosetti, mientras el ruido
de los cubiertos en las mesas atravesaba las ventanas.
Aquellas ferias tan cercanas al horario de los formales almuerzos familiares, de las tradiciones acatadas con mayor consenso; difundían esa movida musical para nada
tradicional a la que inocentemente llamábamos “no comercial”. Algo de eso había porque claro, no era la
música de mayor venta de las grandes compañías grabadoras o la más difundida
por las radios; pero en aquellos días esa característica estaba comenzando a
cambiar. La guerra con los ingleses recién había terminado y los grandes
negocios de la música estaban haciendo el “patriótico” esfuerzo de difundir un
poco más de música nacional. El consiguiente giro en las ediciones y
programaciones generó muchas oportunidades de trabajo local: se necesitaron nuevas
alternativas para pasar en las radios y eso movilizó la formación de grupos, la
grabación en estudio y la realización de recitales.
También se expresó con fuerza en los intereses y en los oídos de los
habitués de los domingos. Cuando promediando los 80’s me integré como feriante,
lo hice centralmente editando de forma artesanal –como casi todos allí-
recitales y demos de grupos argentinos. El Parque era el lugar indicado para
enterarse de las presentaciones por venir y también para conseguir una copia en
casete de las del fin de semana anterior y hasta del mismo sábado apenas horas
antes. En esa suerte de emulación del grapevine telephone de los esclavos, del
que habla Creedence, muchas
veces, eran los mismos compradores quienes terminaban de identificar el nombre
de los temas grabados, los que eran apuntados cuidadosamente en birome para mejorar futuras ediciones.
En la Feria de los últimos años de la década del 80 estaban quienes
canjeaban o vendían Lps y quienes canjeaban o vendían casetes. Junto al culto de una música aún de minorías se había instalado un comercio
informal que complejizaba el simple intercambio inicial. También –aunque
en dirección contraria- se habían instalado las visitas policiales y el ruido
del expulsivo celo comercial de algunos libreros de la Plaza. Los primeros
pidiendo lo que siempre piden y los segundos, con murmullos descalificadores y
malos tratos debido a que concluían que la merma de sus ventas se debía
a que la plata que traía la gente al Parque "se la gastaban en música" en lugar de
comprarle a ellos que estaban allí desde antes.
Los videos en VHS aparecieron con fuerza en Argentina luego de la derrota
del formato Beta de Sony a fines de los 80’s. De los primeros títulos en el Parque recuerdo
algunas grabaciones de la TV inglesa o estadounidense de los Beatles y copias
counterfeit, también conocidas como fake, de algunos títulos editados en aquellos
países. Al iniciar los 90’s ya circulaban las primeras filmaciones de recitales
o apariciones en TV de las Bandas locales: Redonditos en Cemento, en Parque
Sarmiento y en Obras Sanitarias, todos tomados con una -muchas veces-
bamboleante cámara; Sumo clips del canal de cable Music21, Attaque 77 en un ensayo, Soda Stereo en la TV peruana, etc. Esos títulos,
salvo ocasionales excepciones, volaban de los puestos mucho más rápido que
cualquier otro título extranjero.
Había mucho material difícil de conseguir y esa era seguramente la
característica más transversal y distintiva de la Feria. Muchas veces pasaban
miembros de las Bandas más conocidas a comprar una copia de sus propios
recitales: Machi Rufino, Sergio Dawi, integrantes del viejo V8 y muchos más. Al
Parque o a las cuevitas de música, pequeñas disquerías que se fueron abriendo
en la onda que impulsaba el Parque, también iban productores o gente de la
Radio. Algunos de ellos pidiendo difusión para sus grupos y -cuando ya tenían
el negocio montado- amenazando denunciar la existencia de copias ilegales. De
esa angurria que derrama el capitalismo también fue invadida asiduamente la movida.
A mediados de los 90’s dejé de ir como feriante no sin antes intentar poner
en marcha dos ideas: la primera armar una suerte de gremio que agrupara a
quienes trabajábamos impulsando y difundiendo esa cultura que crecía casi como
un nuevo folklore nacional, para defendernos de aquellos que parasitaban con
una postura absolutamente comercial ofreciendo una copia deficiente de los
éxitos de vidriera de alguna disquería, y del abuso de “habilitaciones” con
caras de próceres que nos pedía consuetudinariamente la policía. La segunda,
convencer a algunos para extender la Feria a otros días y horarios más allá de
los tradicionales domingos. No funcionaron.
Cuando regresé como feriante en 2003 rescatado por un amigo luego del
desastre comercial que me significó el paso del neoliberalismo, la Feria se
había mudado al Parque Centenario. Las autoridades que dieron esa alternativa
seguramente pensaron que la habían condenado al olvido, que el cambio de lugar
iba a resultar fatal para tanto acostumbrado. No fue así. La concurrencia era aún
más grande que la más grande que hubiera visto en el Parque Rivadavia y hasta había
puesto de sanguches y gaseosas propio. La composición era heterogénea, pero la
onda de difundir material difícil por
suerte aún preponderaba.
Estuvo buena, pero duró poco. En 2004 varios operativos con persecuciones,
secuestros y causas penales aniquilaron la resistente voluntad de los feriantes.
Como en los principios en los 80’s, se
buscaron otras geografías; pero la existencia de la Feria ya estaba muy ligada
a su identidad caballitense y como si tuviera vida propia se negó a dejar el
barrio.
En Febrero de 2005 me comunicaron de un “arreglo” con las autoridades para instalar
nuestros puestos al costado de un estacionamiento a pocos metros del lugar
anterior. Fuimos unos cincuenta y pese a que esta vez los certificados llevaban
la cara de Sarmiento, a los pocos minutos de armar los puestos una delegación
de “otra” comisaría vino a querer llevarse todo. Tuvimos argumentos y coraje
para irnos, si bien la gran mayoría para no volver nunca más.
Estoy convencido que el final de la Feria de Música en Caballito no
obedeció a razones particulares de sus partícipes, ni mucho menos al desinterés
de sus fieles y cada vez más renovados asistentes. Contrariamente el evento expresó
y mantuvo como ningún otro, esa cultura de música nacional que se irradió
con fuerza en el país a partir de Malvinas aunque ya venía avanzando con
permanencia desde sus primeros pioneros y cultores. Fue referencia para cientos
de personas de las provincias argentinas que hacían coincidir sus viajes a
Buenos Aires con algún domingo sólo para poder estar allí. Fue un lugar
obligado de turismo para todo extranjero amante de la música que quería saber
que se “cocinaba” musicalmente en Argentina y encontrar muchas rarezas hasta en
su propio idioma. Fue un hecho folklórico de la Argentina y muy secundariamente
una forma de ganarse la vida.
Las grandes compañías de música habitualmente editan sólo una pequeñísima
parte de lo que producen los músicos, despreciando el resto por no rentable.
Pese a no resultarles provechoso a ellos, como ejemplares perros de hortelano
que son, siempre han buscado -y la mayoría de las veces logrado- impedir que
ese material llegue por vías alternativas a quienes no se conforman con
escuchar sólo una parte de los trabajos de sus músicos preferidos. Ese “resto”
esa porción despreciada por las compañías fue el objeto que con tenacidad se
puso en la Feria a disposición de quien lo quisiera. Ese fue siempre el punto
en discusión, el problema de fondo, de superficie… y el que definió el final.
Los Beatles fue una banda con pocos conciertos comparada con otra cualquiera
de su época, detrás de los doce LP -más un EP- oficiales que publicaron las
compañías durante la existencia del grupo, existe una gran cantidad de material
del cual conservé una porción de cincuenta títulos. Están organizados a partir
de grabaciones en estudio con canciones fuera de repertorio y versiones
alternativas o material en vivo directo de consola, muchos son CD dobles y
algunos tienen cinco, diez y más CD por cada título. Sólo como ejemplo, el
bootleg “It's Not Too Bad” contiene veinticinco versiones diferentes de
Strawberry Fields constituyendo un documento invaluable del “taller” creativo
del querido John. De todo este material que rodeó la discografía oficial
beatle, las compañías sólo editaron tardíamente las Sesiones en la BBC y hasta
el propio Let it Be editado oficialmente en 1970 después del posterior Abbey
Road, es una pequeña porción del bootleg The Twickenham Sessions (ocho CD en
total) que circula desde 1969.
En Argentina, los Redonditos de Ricota editaron diez discos oficiales. Por
cada uno de esos títulos circularon innumerables “piratas” de los cuales
algunos son verdaderas joyas como el “Inéditos” de diecisiete temas que incluye
los Demos en Estudios RCA de 1982, el Ensayo Instrumental de 1984, o el Paladium
de 1986. Y eso que Argentina es un caso especial en la circulación de música
con poco valor comercial y mucho valor documental. Los músicos locales, al
menos en los años del Parque Rivadavia, fueron poco afectos a poner en
circulación ensayos o grabaciones caseras sin el maquillaje de la edición
comercial, tal vez Luca Prodan sea una excepción, pero claro justamente él era
italiano. Tal vez haya colaborado a esa escasez la tecnología limitada de esa
época, donde no había celulares a mano para el registro casual y el
equipamiento de calidad era un privilegio de los más consagrados.
Las grandes compañías discográficas optimizan
ganancias y desde ese interés no tiene sentido editar diez títulos por año si con
uno bien publicitado consiguen el rédito que sus estudios de mercado le indican
posible. Ese espacio considerado de poco o nulo valor comercial, siempre fue cubierto
por esa versión artesanal y más fanática de la música de la cual la Feria de
Cabalito fue su mayor y más permanente evento en Argentina. Es lógico que para
un mundo donde la falta de rédito es signo de estupidez, donde toda actividad,
todo proyecto, toda producción y todo evento deben disciplinarse a la lógica
del cuánto por cuánto, la Feria desafinaba. Por eso creo que no concluyó por
sus errores, sino por sus aciertos, esos trabajos artesanales y apasionados que
no terminaban de encuadrarse como comerciales y que tanto asustaron con su
otredad a los hombres de negocio.