Era una tarde fría de agosto del año 2011, lloviznaba y para resguardar mis zapatos nuevos preferí tomar un taxi. «Con el frío que hace y el día tan gris, se les ocurre tomar parcial en laboral», pensé, mientras extendía mi brazo por un techo amarillo.
El tipo sobraba en el asiento, arrojó el cigarrillo sin terminar por la ventanilla y no alcancé a sentarme y a decir adónde iba que me inquirió:
— ¿A quién votaste?
Calculé que no estaba en terreno hostil y con mi mejor cara de póker arrojé: —Filmus.
—Parece buen tipo, aunque a mí no me gusta ningún político, hago la mía, pero ¿sabés por qué ganó el otro? Todos se identifican con el chabón porque pese a ser un chanta de plástico, carga una buena casimba. Garufa como el del tango uruguayo y para las mujeres si tiene vento y encima es algo tonto, mejor. Como que salvo el fóbal, ninguna es la suya, el chabón… y encima el viejo dice que es un boludo para los negocios.
—Escuchame flaco, ¿toda la gente aquí a que vino? ¿Por qué se fue de su provincia o dejó su país y se vino a la Capital? Atendeme bien lo que te digo, porque yo soy porteño pero te lo digo neutral: todo el mundo vino a Buenos Aires a hacer la guita y si no la tienen al menos tratan de congraciarse con el que la tiene a ver si se contagian o ligan algo. Nadie vino aquí a hacer patria, para ser maestro de escuela y ganar miseria, la cara de Filmus es para los que se fueron de aquí, no para los que vinieron.
Le respondí que quizás tenía razón; pero que yo creía en la gente y que si bien eso era más fe que razones, pensaba que en algún momento la gente iba a decidir lo mejor para sí misma y para todos.
—Tu razonamiento me parece más un no querer ver lo que pasa— Bromeó.
—Sinceramente flaco, no sé realmente que me pasaría si fuera yo el que anduviera con penurias, pero desde aquí solo se ve resignación, como si cagarse de hambre o no tener techo, fuera normal.
—Si yo estuviera entre los que agujerean la manguera para quedarse con el agua de todos, no sentiría ningún riesgo con ellos. Mientras que sigan con lamentos y compitiendo a ver quién la pasa peor, seguro no harán nada peligroso. Y suponer que el que la tiene toda en algún momento va a ablandar su corazón, es como esperar favores de una estatua, ¡bah! Algunos lo hacen.
Le dije mi nombre y le pregunté cómo se llamaba. Me dijo Juan, ante mi sonrisa y obvia relación con la anécdota del intendente de la ciudad sobre Juan y María, me indicó que mirara la licencia y efectivamente, se llamaba Juan y uno de esos apellidos típicos españoles que ahora no recuerdo.
***
Cuando horas más tarde, salí de la universidad y caminaba por las veredas húmedas, pensé en el taxista y sus convencidas opiniones. Si bien no me sentí, ni me siento incluido entre los que han venido aquí a buscar plata y conozco muchos que solo tratan de sobrevivir mejor que en sus lugares de origen, siento que algo de verdad tiene lo que decía.
Me recordé de chico en mi pueblo natal, antes de Internet y del celular, donde la vida campesina iba —quizás para nuestra suerte— varios años atrás del calendario de la metrópoli. Pensé en las horas divagadas bajo las estrellas, sentado en el cordón, ¡sintiéndome tan lejos de la realidad narrada por el cable coaxial y las antenas!
Capaz que eso puede ser muy común, que todos hemos venido a buscar esa realidad. Al lugar encantado en donde viven las estrellas, con la esperanza de que su magia diera un renovado brillo a nuestro futuro tan previsible de pueblo chico.
Previsible para cada uno de ese medio millar que estábamos distribuidos espaciosamente en una veintena de manzanas. Previsible para mi padre que disfrutaba de las fiestas de amigos y la vida sencilla. Previsible para mi madre, una artista a destiempo confinada en una profesión bien vista por la gente y por la época. Para la casa antigua, de habitaciones grandes, techos altos, pisos de madera, de baldosas con arabescos. Para el patio donde más de cuarenta árboles y decenas de gallinas, completaban mi planeta.
Aún tengo la imagen de mi ir y venir hasta el viejo ropero, de mis brazos metidos en la valija buscando cómo acomodar las cosas para que entrara todo lo que quería llevar. La imagen de la boletería de la estación y de la expresión del boletero que preguntó extrañado si esta vez viajaba solo. Debe haber sido la última persona del pueblo que vio la ensoñación que obnubilaba mis ojos.
Justamente ese recuerdo viene ahora porque me pegó eso del taxista respecto a de no querer ver la realidad.
Esa noche caminé preguntándome largo rato —sin éxito— de dónde había sacado esa fe en que tarde o temprano las gentes decidiríamos lo mejor para nosotros y para todos.
Menos éxito tuve para encontrar el modo de darle alguna consistencia de realidad.
Supuse —sonriendo para mis adentros— que tal vez se tratara de la esperanza, esa última calamidad en salir de la caja de Pandora. Al menos así suele afirmarlo medio en broma, medio en serio; Enrique, nuestro brillante profesor de Introducción al Derecho.
Pese a la reciente lluvia que había dejado charcos en la vereda, mis zapatos se mantenían impecables. Bajo las luces espaciadas de cada cuadra, miré varias veces por si descubría a Juan en los taxis que pasaban. Un buen ejemplo de que los porteños no piden permiso para decir lo que piensan.