Antes de que Buenos Aires me absorbiera, supongo que hizo lo mismo con mi primer amigo allá en la llanura de dónde vengo. El nació incompleto, sin el pan debajo del brazo con el que nacemos todos. Seguramente por eso, en el pueblo creyeron conveniente y justo solo llamarlo: el chico.
Se cree que sus padres eran miembros de un circo que visitaba ocasionalmente la zona y que, desencantados, lo abandonaron en el baldío al desarmar la carpa. De ellos nunca más se supo. El circo no volvió por la zona.
Don Antonio, de profesión sepulturero, que en esa época vivía a media cuadra del baldío de los circos, solía pasar por allí y una noche, de regreso de visitar la señora con la que noviaba, lo encontró. Y lo crió, ¡bah!, lo alimentó a cambio de sus servicios. Nunca le hizo papeles de identidad porque, dada la vida que llevaba, todos decían que no le hacían falta. Los vecinos sabían quién era el chico y eso era suficiente. Además, ya desde pequeñín se habían encargado muy bien que a él, más que a nadie, no le quedara la menor duda.
Por la misma razón no necesitó ir a la escuela, ni tener novia. Parecía bastarle eso de lustrar los herrajes de la carroza fúnebre y entablillar sus plumeros de avestruz quebrados. Eso y escuchar los partidos y los comentarios por la radio todo el domingo desde tempranito. El resto de los días de la semana, siempre había algún cajón que preparar o algún finado que vestir adecuadamente a la espera del juicio final, el día en que Jesús regrese a la tierra a resucitar a los muertos.
El chico esperaba estar allí y ayudar a Jesús, ya que seguramente no todos los muertos merecerían acompañarlo en la vida eterna y él tendría que reacomodar lo que quedara. A él no le importaba la vida eterna, en todo caso sólo le preocupaba, si es que seguía vivo más de la cuenta, tener suficiente trabajo como para no aburrirse.
Todo eso me lo contaba a la hora de la siesta. Teníamos una edad parecida y ninguno de los dos había sido conquistado por esa costumbre —sagrada para algunos— de dormir después del almuerzo. Charlábamos a la sombra de los árboles en la vereda, mientras nadie podía estar lo suficientemente despierto como para ordenarnos volver a las tareas. En mi caso las de la escuela y él, las de la funeraria.
Será por la cercanía que nos daban esas charlas que para mí no era el animalito de dios que definían los demás. Será por eso, aunque por ser chico quizás no terminara de entender, que me daba bronca la sorna con que algunos comentaban su extraña amistad con el curita que trajeron a la iglesia vacía las viejas chupa-cirios con las que toda comunidad de bien debe contar.
Pero, ni esa situación rara ni la funeraria fueron para siempre. El cura se fue y don Antonio siguió el mismo camino que sus clientes.
Cuando vinieron sus bigotudas hermanas, desde un pueblo vecino, a hacerse cargo de la herencia; vendieron rápido el negocio y traspasaron todos sus elementos. Incluido el chico.
Pero a él no le gustó el cambio de mano, su nuevo dueño le gritaba mucho. Buscaba que aumentara la velocidad del trabajo dando golpes rápidos sobre una lata desafinada e insoportable. Quizás fue demasiado. Un buen día nadie supo más nada de él.
Unos borrachos tirados en la esquina frente a las vías con una curda que no les había permitido llegar a su casa, creyeron verlo al amanecer treparse a un tren de carga. Pero su ausencia, a nadie en el pueblo pareció arrancarle más que un resignado comentario al pasar.
Al recordar la situación, sé por experiencia propia que era muy común que cuando estábamos disconformes o nos iba mal, nos subiéramos al tren hasta donde nos llevara, generalmente era a Buenos Aires. A trabajar, a deambular o a morirnos de angustia por sobrevivir sin raíces.
Tal vez tenía razón don Antonio cuando decía:
— A estos dueños de estancia hay que apretarle las pelotas para que larguen más plata para la gente. La tierra trabaja por ellos y estos insaciables desagradecidos cada vez se secan las lágrimas con pañuelos más suaves y pagan con billetes más grandes y más nuevos.
Buenos Aires siempre nos atrajo como el calor a las moscas. Allí vivían en cuerpo presente los que nosotros escuchábamos en la radio o veíamos en los diarios. Allí estaban los clubes de los que éramos hinchas, los músicos que nos hacían bailar y desde allí venía embotellado el vino que nos hacía reír.
De adolescente sospeché por un tiempo que alguien había matado al chico y lo había enterrado por ahí para que nadie se enterara. Por lo que llegué a conocerlo, me parecía raro que se hubiera ido. Mirarlo dejaba en evidencia que el mundo era demasiado para él, que nunca se animaría a vivirlo por si mismo. Siempre necesitó de alguien que lo llevara por el camino por donde se debía ir, ¿adónde podría llegar solo?
Hoy, cuando veo a quienes viven en la plaza del Congreso, recuerdo mis primeros tiempos en Buenos Aires y con pena y cariño al chico. Cualquier desprevenido que conversa con quienes viven a la intemperie, en un casual compartir el sol en los bancos de madera, se lleva la impresión de estar ante un igual y no ante un animalito. Eso mismo era lo que me pasaba al charlar con él.
Especialmente me lo recuerda un mendigo que llega al café de la esquina de Callao y Rivadavia a pedir limosna. Asoma la cabeza, espía como disculpándose y luego entra. No le gustan, se nota que no le gustan los lugares bajo techo, le asustan, le incomodan. Cuando se le responde con más de un lacónico gesto, tuerce su cabeza y dilata los ojos mientras sonríe gratamente sorprendido. Pareciera resultarle increíble que alguien le dirija la palabra.