El último perro

Hoy más que nunca miré largamente el horizonte. Estoy demasiado viejo y sé que pese al esfuerzo del implante regulador de funciones vitales mi vida pronto concluirá. Pero aún estoy, con la piel curtida de tanto sol y el rostro áspero como piedra pómez, lleno de infinitas arrugas que arremolinan cerca de mis ojos. Siempre, me quedo siempre inmóvil, apoyado en mi bastón y extasiado con el paisaje. Solo mis manos se mueven dando giros como si pulsaran una consola.

«¿Habrá alguna otra persona más allá de esa bruma naranja del atardecer?» 

La tarde se aceleró y el cielo oscuro es la señal para ponerme en pie y girar de regreso a la casa. Recuerdo los años de reorganización de recursos que lograron por fin independizar los servicios elementales en cada vivienda rural convirtiéndolas en unidades autosuficientes. El generador de electricidad, el purificador de agua, el reciclador de desperdicios, la pasteurizadora de alimentos indispensable para conservarlos más allá de su ciclo. 

Tantos progresos que me permiten sobrevivir en soledad. Ellos y mi larga memoria que me recuerda de joven con el uniforme de bombero en la difícil tarea de asistir a quienes elegían morir en las calles o en las plazas. Todo ese dolor que aún continúa en la imagen vívida de aquellas madres frustradas abriéndose el vientre con navajas, abrazadas a sustitutos fabricados en forma masiva con la desesperada intención de alentar la esperanza o estirar la agonía. 

A pesar de los esfuerzos de la ciencia, de los especialistas en comportamiento y de la resistencia de los más duros, todas las personas fueron marchitándose híbridas y muriendo de a miles, de a cientos o de a pocas; inexorablemente trastornadas y aceleradamente envejecidas.

Hacía mucho la multinacional había lanzado la semilla. Y esa semilla, que pretendía ser lo mejor para controlar la naturaleza al servicio de las ganancias, ganó los campos de quienes la compraron e invadió los de aquellos que la rechazaron por instinto o por prudencia. 

La idea se justificó en razones de modernidad y sus promotores supieron encuadrarla perfectamente en las reglas de juego. Vender una semilla de ventajoso rendimiento que no puede generar buena descendencia. Si alguien quiere sembrar, debe comprar cada vez a la compañía proveedora, porque las cosechadas solo sirven para harina o aceite, pero no para nuevas plantas. Una idea terriblemente simple y fácil para un negocio impredecible.

Les fue muy bien en los primeros años con resultados record, hasta que comenzaron los efectos colaterales. La compañía siempre negó que eso tuviera relación directa con el producto, pero la preñez en los animales se redujo y los embarazos humanos también. No faltó algún trastornado ambientalista que lo viera como la bendición que por fin protegería la naturaleza del flagelo de la humanidad. 

Lo ocurrido rebasó todo cálculo y especulación. Los nacimientos desaparecieron en pocos años. En un principio solo los organismos más elementales lograron sobrevivir y adaptarse a la generalizada devastación. Con el paso del tiempo, los vegetales se recuperaron casi todos. Poco a poco, de los restos putrefactos de generaciones envenenadas, surgieron vástagos que fueron rehaciéndose casi iguales a las plantas perdidas. Lo lograron también algunas aves, reptiles, insectos; pero la mayor parte de los animales desapareció con su última generación híbrida. 

Ya hace más de medio siglo que –se supone- murió el último perro en el planeta. 

El mundo del poder, que durante muchos años se rigió por la supremacía del más fuerte ignoró como si no existiera, que más fuerte no significa necesariamente más inteligente,  más complejo, más sutil. Nada se instrumentó para proteger la fragilidad de la inteligencia, la débil sutileza del sistema nervioso que se elevó trabajosamente durante años desde las raíces más oscuras y primitivas. Tal vez ese sea el error principal que llevó a que hoy nos extingamos.

Pese a estar enfrascado en tantas imágenes me detuve ileso frente a la puerta y como siempre: gire apenas y dirigí una mirada de despedida hacia el atardecer. Nunca sé si será el último.

«Así las cosas...»

«Y aquí estoy sin Irene y su sonrisa de soles» 

«Sin saber si alguien vive en algún lugar»

«Sin saber si soy el último, el penúltimo o tal vez… si es así estar muerto. Sin nadie con quien vernos, sin conversar, ni acariciarnos...»

Nuevamente mis manos se mueven en círculos; pero esta vez sobre una consola real con la que puedo modificar la transparencia y porosidad de las paredes al modo nocturno, la noche ya está encima. 

Acostumbro apagar las luces para poder ver mejor las estrellas desde la cama. Esa inmensidad de pequeñas luces titilantes y la brisa filtrada me ayudan a sentir el cuerpo y relajarme hasta que el sueño me lleva.