“Fulanito no es ningún boludo”, sentenció una voz en la puerta del local
partidario, “se acomodó de gerente en Café Martinez y ahí lo ves… un bacán”. Y
uno que milita desde ese lugar por un mundo menos arribista y meritocrático, en donde vivir
con dignidad no dependa del éxito personal; reflexiona sobre lo que escucha con
cierta amargura y desazón.
Aclaro que no es mi experiencia ni se de nadie que sostenga en su vida un
estado ideológico puro, sin altibajos. “Dios nos libre de los puros porque
ellos no entienden el mundo” me repetiría mi amigo Pablo recordando el dicho del padre
Farinello; pero el punto no es la ubicación que cada uno sufre para sobrevivir
en este mundo capitalista, sino la escala de valores desde la que se pondera.
Buena parte de los argentinos estamos convencidos: no hay que ser boludo al
punto de dejar pasar la oportunidad de ganarse un puesto, una ventaja o una
cometa. La cuestión es que ese convencimiento y no los deseos solidarios e igualitarios
que se pronuncian por presión de grupo, indican la ideología real que comanda al
cuerpo.
En consecuencia y aunque parezca tautológico: sin coherencia no hay
coherencia. Sin una convicción real todo es maquillaje, compensación de alguna
cosa en uno que aún no ha terminado de crecer y de ponerse al mando. En esas
condiciones de formación política, esperar lealtad a los principios que se
declaran sería como esperar que el perro maúlle o que el chancho cante como un
canario. Dificil haya
traición a los propios principios, sólo hay traición a un compromiso con los
demás precariamente sostenido desde afuera.