La memoria de los dientes

Esos dientes allí afuera habían dejado de ser parte de mí. Parecían semillas y por eso, después de ponerlos debajo de la almohada como decía mi madre, los enterré en una maceta. Hubiera sido una grata sorpresa que después de mucha agua y soles dieran brotes de mí mismo. 

Pero si eran semillas estaban muertas, como los cabellos que caían alrededor de la silla giratoria ante la mirada complacida del verdugo de las tijeras. Embravecido hacía su tarea como si se tratara de una revancha largamente acariciada. Excitado por esos cortes que quitaban pedazos de mí sin explicación alguna. Descarte aceptado por mis padres y por todos. 

Después del crimen, el hombre barría los restos con cierto rictus de repugnancia, los juntaba en una pala de chapa gastada y los echaba en una bolsa. La bolsa que a la mañana siguiente se llevaría el loco Zabalita, encargado de acarrear la basura y de enterrar a los muertos. 

En el sillón acolchado el recién modelado a cero y tijera era a quien todos amaban. Por eso no tuve más remedio que conformar mi existencia en ese que perdía dientes y pelos. Necesitaba ser querido. 

Aunque eran habituales, los descartes físicos y mentales siguieron asustándome mucho tiempo. Previo endurecer el rostro como máscara de guerra, golpear los tacos contra el piso y vociferar; el cometido se lograba y todo de inmediato se desvanecía como una pesadilla. Los rostros sonreían y miraban especialmente complacidos el espacio vacío que antes ocupara lo que habían arrancado. 

Pasadas las horas, les miraba a los ojos por algún signo de arrepentimiento, pero no. No parecían compartir mi pena por lo que había ocurrido. 

Me dolía no ser lo que esperaban, me desgarraba no pertenecer a ellos. Nada de mí podía sustraerse, sus voces siempre me construyeron  y deconstruyeron a voluntad. 

Las eliminaciones continuaron al punto de llevarme a cometer mis propios crímenes o en —algunas ocasiones más benevolentes— condenar al ostracismo enormes pedazos de mí. Partes que dejaban de ser sentidas y grandes trozos de mundo que perdían razón de ser y desaparecían como si nunca hubieran existido.

Muchas veces hundí el dedo en la maceta hasta encontrar alguno de mis antiguos dientes. Solo para mirarlo. Para tratar de recordarme entero y ensoñar con la resurrección de todo lo perdido. 

Lo que queda de mi sabe que también va a morir, aunque hasta último momento no se lo crea del todo. Le gustaría ser impúdicamente inmortal.