Decisiones

Luisa llegó esa noche más tarde que de costumbre. Al verla lo supo de inmediato. Le ofreció un café. Conversaron cosas sin importancia y luego callaron. Ella replegó sus brazos como una mamboretá, apenas levantó su rostro y casi mirándole a los ojos dijo:

—Es más fuerte que yo y no quiero pelear con lo que me pasa. Las cosas sucedieron más allá de lo que quería. Lo siento.

Carlos barajó distintas posibilidades en su cabeza pero finalmente no supo que mejor decir. Se levantó de la silla e instándola amablemente a ponerse en pié, la abrazó. Un abrazo de amistad. También, un abrazo de mutuo consuelo.

—Yo te quiero, dijo ella entrecortada por el llanto, pero estoy metida con otra persona. Lo siento, lo siento —repitió bajando lentamente el volumen de su voz una y otra vez.

Carlos se soltó suavemente y caminó lento hacia el marco de la puerta. La luz de la lámpara no llegaba a su rostro. Comenzó a hablar como si se hablara a sí mismo.  

—Tal vez debamos tomarnos un tiempo, puedo arreglar mis cosas e irme a otro lado... También te quiero pero no deseo estar en el medio de esta situación. 

— ¡No, no! —dijo ella. 

— Yo soy la que estoy con líos y tal vez sea más fácil para los dos si voy por un tiempo a casa de mamá. Puedo quedarme allí.

Un incesante sonido de sirenas venía de la calle. Voces exaltadas que sonaban cercanas, órdenes y luces azules que se reflejaban en el techo del balcón. Seguramente algo grave había ocurrido en el barrio.

La mañana siguiente, encontró a Carlos acostado vestido en una cama inmensa. El sol del domingo comenzó a dar de lleno en su rostro y le obligó a salir de ese estar atrapado en un remolino de imágenes. Se levantó lentamente. Le dolía el cuerpo y caminó descalzo hacia el baño.

El agua caliente de la ducha parecía sacarle interminables capas adheridas a su cuerpo. A medida que el agua caía, iba retornando a un mundo que había cambiado drásticamente. Cerró la canilla y envuelto en un toallón blanco, volvió al dormitorio. Se vistió, fue a la cocina, del centro de mesa tomó una manzana y le dio unos mordiscos, buscó las llaves y salió a caminar. 

Era temprano, ahora la calle se veía despejada y solo mostraba algunos autos distantes; un hombre en bicicleta. Unos perros husmeaban en la vereda. Sus pasos sonaban como el tictac de un reloj que se multiplicaba en los porches y se diluía en las bocacalles.

« Aquí estoy» comenzó a decirse para sus adentros mientras buscaba reintegrase a ese paisaje tan familiar que ahora veía extraño. 

« Aquí estoy… y solo» Al advertir que comenzaba a auto compadecerse, se detuvo. Respiró profundamente y luego de una prolongada mirada a la calle larga, volvió a andar.

Ya no era el tiempo del primer enamoramiento, de la pasión descontrolada y hambrienta. Eso, había dado paso a algo diferente, menos vistoso, pero de menor alteración.  Valorarse y no solo gustarse, ser compañeros, reírse y compensarse.

« La quiero… la quiero por ella y bien por ella que se animó a pintar afuera del dibujo», se dijo, mientras su rostro comenzaba a relajarse.  

«Entiendo, mi cabeza entiende, pero sin embargo le daría inversa al mundo para que esto no estuviera sucediendo, ¿qué es lo que se atasca, seremos tan animalitos después de todo? ¿Sino, por qué tanto sufrir?» 

« Si hubiera sido al revés, seguro que con las sensaciones potenciadas en ciertas partes de mi cuerpo, miraría todo con mucha más suficiencia y adaptabilidad.  Es curioso darse cuenta en directo como se flexibilizan las miradas de acuerdo al lugar en que uno esté ubicado»

« ¿Estará realmente enamorándose de otra persona o solo ensayando la huida de un futuro demasiado previsible?» 

Una calma tibia y profunda lo tranquilizó. Insolentemente comenzó a sentir que lo que estaba pasando no era más grave que cualquier otro imprevisto, que aún estaba vivo y dispuesto a danzar. 

Le pareció entender que estaba siendo presionado por algo de lo que no había tenido suficiente conciencia al dejarse enamorar y ahora, se le quería poner de sombrero. No lo podía explicar con claridad ni le daban las ganas. Necesitaba vivirlo más que explicarlo.

Estaba buscando su celular cuando una pareja de jóvenes lo cruzó, apurados, seguramente volviendo a sus casas luego de una intensa noche de amor. Los miró alejarse y sintió ternura, como si viera desde algún lugar de adentro las danzas de su propio pasado y tal vez de su futuro. 

— Hola Luisa. ¿Cómo estás? Sí, sí… si podes te veo en un rato en el Ramos de Corrientes. 

Se los vio largo rato reír como adolescentes y luego caminar varias cuadras tomados del brazo. Ella subió a un taxi. El volvió caminando hacia la casa.

Esa misma tarde una noticia había llenado de mayúsculas la portada de los diarios vespertinos y de perplejidad los canales de televisión. Un nuevo femicidio había sacudido esta vez al elegante barrio de Recoleta. Se trataba de un matrimonio joven de excelente reputación, donde un hombre de cuarenta y ocho años llamado Carlos Diatrel asesinó a su esposa Luisa Martínez, un año menor, de un balazo en el pecho. La mujer fue encontrada sobre un charco de sangre en el piso del living y el hombre, que se suicidó aparentemente a los pocos minutos, en el dormitorio sobre la cama matrimonial con el arma a poca distancia de su mano derecha. Hasta el momento se desconocen las causas.